El gato que nos subimos al barco parecía empapado de petróleo, como James Dean en Gigante. Nos alertaron, pero nunca robó; ni calamares, ni berberechos, ni tan siquiera una sardina. Se excitaba como un poseso si olía una oliva. Se embadurnaba la cara con su aceite. Y tras unas sopas de pavo se relamía. Pasaba horas en popa acicalándose. Petróleo miraba a un punto lejano, un punto que se deformaba en el horizonte.
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